El Hombre de las Preguntas Difíciles
[Woody Allen] Bergman era un fascinante narrador, aunque sus historias giraran sobre Nietzsche o Kierkegaard.
Me enteré de la muerte de Bergman en Oviedo, una encantadora y pequeña ciudad al norte de España donde me encuentro rodando una película. Me entregaron en el plató un mensaje telefónico de un amigo mutuo. Bergman me dijo una vez que no quería morir en un día asoleado; no he estado allá, pero espero que haya logrado morir con el tiempo con el que prosperan los directores.
He dicho antes a personas que han romantizado la visión del artista y consideran sagrada sus creaciones: Al final, el arte no te salva. No importa qué obras sublimes produzcas (y Bergman nos dio todo un menú de impresionantes obras de arte), no te protegen de la fatídica llamada a la puerta que interrumpió al caballero y sus amigos al final de ‘El séptimo sello' [The Seventh Seal]. Y así, un día de verano en julio, Bergman, el gran poeta cinemático de la mortalidad, no pudo prolongar su propio e inevitable jaque mate, y el m's refinado de los directores de mi generación simplemente se marchó.
He bromeado sobre el arte diciendo que es como el catolicismo de los intelectuales, quiero decir, una esperanzada creencia en el más allá. Yo lo digo así: Es mejor vivir en el apartamento propio que en el corazón de la gente. Y ciertamente las películas de Bergman vivirán y serán proyectadas en museos y en la televisión y vendidas en formato DVD, pero conociéndole, esto es un magro consuelo, y estoy seguro de que se habría sentido feliz si hubiese podido trocar cada una de sus películas por un año más de vida. Esto le habría significado vivir más o menos sesenta años más haciendo películas; una impresionante producción creativa. Y no tengo ninguna duda de que así es como le habría gustado usar ese tiempo extra, haciendo lo que más le gustaba hacer: películas.
Bergman disfrutaba del proceso. No le importaban demasiado las reacciones ante sus películas. Le gustaba que apreciaran sus películas, pero como me dijo una vez: "Si una película mía no gusta, eso me preocupa durante unos... treinta segundos". No le interesaban los resultados de la taquilla, aunque productores y distribuidores lo llamaban para comunicarle las cifras de taquilla de los estrenos de los fines de semana -todo lo cual le entraba por una oreja y salía por la otra. Me dijo: "A mitad de semana, sus pronósticos más salvajemente optimistas se convertían en nada". Le gustaba el elogio de la crítica, pero no lo necesitaba en absoluto, y aunque le gustaba que el público disfrutara de su trabajo, no siempre hacía películas fáciles.
Sin embargo, las películas que nos hicieron pensar, bien valían la pena. Por ejemplo, cuando descubres que las dos mujeres de ‘El silencio' [The Silence] son en realidad dos aspectos contradictorios de una sola mujer, la película de otro modo enigmática se convierte en fascinante. Ahora, si te has puesto al día en la filosofía danesa antes de ver ‘El séptimo sello' o ‘El mago' [The Magician], eso ciertamente te va a ayudar, pero sus dotes de narrador eran tan impresionantes que podía mantener a la audiencia cautivada y embelesada con materiales difíciles. He oído decir a gente después de algunas de sus películas: "No acabo de entender lo que he visto, pero me tuvo todo el rato aferrado al borde de mi butaca".
A Bergman le gustaba dramatizar, y era un gran director de escena, pero su trabajo fílmico no estaba solamente imbuido de teatro; también hacía uso de la pintura, de la música, de la literatura y de la filosofía. Su trabajo exploraba los temores más profundos de la humanidad, produciendo a menudo profundos poemas del celuloide. La mortalidad, el amor, el arte, el silencio de Dios, las difíciles relaciones humanas, la agonía de la duda religiosa, el matrimonio fracasado, la incapacidad de la gente a la hora de comunicarse unos con otros.
Y sin embargo era un hombre cálido, divertido, festivo, inseguro de sus notables talentos, seducido por las mujeres. Conocerlo no era entrar repentinamente en el templo creativo de un formidable, intimidante, oscuro y pensativo genio que entonaba con acento sueco complejas ideas sobre el pavoroso destino del hombre en un universo yermo. Era más bien como esto: "Woody, tuve un sueño absurdo. Me veo en el estudio haciendo una película y no puedo recordar dónde puse la cámara; el punto es, yo sé que soy bastante bueno y lo he estado haciendo durante años. ¿Has tenido ese tipo de sueños nerviosos?", o: "¿Crees que sería interesante hacer una película en la que la cámara no se mueva nunca y los actores simplemente entren y salgan del marco? ¿Crees que la gente se reiría de mí?"
¿Qué le dice uno por teléfono a un genio? Yo pensé que no era una buena idea, pero creo que en sus manos se habría transformado en algo especial. Después de todo, el vocabulario que inventó para explorar las profundidades psicológicas de los actores también habría sonado disparatado entre los que aprenden cine a la manera clásica. En la escuela de cine (a mí me echaron bastante pronto de la Universidad de Nueva York cuando estudiaba cine allá en los años cincuenta), se enfatizaba el movimiento. Estas son fotos en movimiento, se enseñaba a los estudiantes, y la cámara debe moverse. Y los profesores tenían razón. Pero Bergman enfocaba con la cámara la cara de Liv Ullmann o la de Bibi Anderson y la dejaba ahí sin moverla y pasaba el tiempo y más tiempo y ocurría algo extraño y maravilloso que era propio de su genialidad. Uno se absorbía en el personaje, sin aburrirse, sino excitado.
Bergman, pese a todas sus rarezas y obsesiones religiosas y filosóficas, era un narrador nato que no podía hacer otra cosa que entretener, incluso cuando su mente estaba dramatizando las ideas de Nietzsche o Kierkegaard. Acostumbrábamos a tener largas conversaciones por teléfono. Me llamaba desde la isla en que vivía. Nunca acepté sus invitaciones a visitarlo porque viajar en avión me aburre, y no me gustaba la idea de volar en un pequeño aeroplano a un pedacito de tierra cerca de Rusia para lo que se me ocurría que sería un almuerzo de yogur. Siempre comentábamos películas, y por supuesto yo lo dejaba hablar, porque me sentía privilegiado oyendo sus pensamientos e ideas. Miraba películas todos los días y nunca se cansaba de mirarlas. De todo tipo, mudas y sonoras. Antes de dormir miraba cintas de películas que no le exigían pensar y así liberaba su ansiedad, a veces con una película de James Bond.
Como todos los grandes estilistas, como Fellini, Antonioni y Buñuel, por ejemplo, Bergman tenía críticos. Pero, dejando de lado lapsos ocasionales, las películas de estos artistas han resonado profundamente en millones de espectadores en todo el mundo. En realidad, la gente que más sabe de cine, los que lo hacen -directores, guionistas, actores, fotógrafos, montador- miran la obra de Bergman con recogimiento.
Debido a que yo lo elogié con tanto entusiasmo durante las últimas décadas, cuando murió me llamaron de muchos diarios y revistas pidiéndome comentarios y entrevistas. Como si yo tuviera algo de valor que agregar a la triste noticia, excepto simplemente volver a exaltar su grandeza. Me preguntaron cómo me había influido. No podría haber influido en mí, respondí, porque él era un genio y yo no, y la genialidad no se puede aprender ni transmitir.
Cuando Bergman emergió en los cine-arte de Nueva York como un gran director, yo era un joven escritor de comedias y cómico de club nocturno. ¿Puede ser uno influido por Groucho Marx e Ingmar Bergman? Pero logré absorber una cosa de él, una cosa que no dependía del genio ni siquiera del talento, sino de algo que en realidad se puede aprender y desarrollar. Estoy hablando de lo que a menudo se llama flojamente ética del trabajo, pero que es en realidad simple disciplina.
Aprendí de su ejemplo a tratar de entregar el mejor trabajo que soy capaz de hacer en cualquier momento, no ceder nunca ante el necio mundo de éxitos y fracasos ni sucumbir ante el ostentoso papel de director de cine, sino hacer una película y seguir con la siguiente. Bergman hizo alrededor de sesenta películas, yo he hecho treinta y ocho. Si no puedo estar a la altura de su calidad, al menos puedo tratar de acercarme a la cantidad.
He dicho antes a personas que han romantizado la visión del artista y consideran sagrada sus creaciones: Al final, el arte no te salva. No importa qué obras sublimes produzcas (y Bergman nos dio todo un menú de impresionantes obras de arte), no te protegen de la fatídica llamada a la puerta que interrumpió al caballero y sus amigos al final de ‘El séptimo sello' [The Seventh Seal]. Y así, un día de verano en julio, Bergman, el gran poeta cinemático de la mortalidad, no pudo prolongar su propio e inevitable jaque mate, y el m's refinado de los directores de mi generación simplemente se marchó.
He bromeado sobre el arte diciendo que es como el catolicismo de los intelectuales, quiero decir, una esperanzada creencia en el más allá. Yo lo digo así: Es mejor vivir en el apartamento propio que en el corazón de la gente. Y ciertamente las películas de Bergman vivirán y serán proyectadas en museos y en la televisión y vendidas en formato DVD, pero conociéndole, esto es un magro consuelo, y estoy seguro de que se habría sentido feliz si hubiese podido trocar cada una de sus películas por un año más de vida. Esto le habría significado vivir más o menos sesenta años más haciendo películas; una impresionante producción creativa. Y no tengo ninguna duda de que así es como le habría gustado usar ese tiempo extra, haciendo lo que más le gustaba hacer: películas.
Bergman disfrutaba del proceso. No le importaban demasiado las reacciones ante sus películas. Le gustaba que apreciaran sus películas, pero como me dijo una vez: "Si una película mía no gusta, eso me preocupa durante unos... treinta segundos". No le interesaban los resultados de la taquilla, aunque productores y distribuidores lo llamaban para comunicarle las cifras de taquilla de los estrenos de los fines de semana -todo lo cual le entraba por una oreja y salía por la otra. Me dijo: "A mitad de semana, sus pronósticos más salvajemente optimistas se convertían en nada". Le gustaba el elogio de la crítica, pero no lo necesitaba en absoluto, y aunque le gustaba que el público disfrutara de su trabajo, no siempre hacía películas fáciles.
Sin embargo, las películas que nos hicieron pensar, bien valían la pena. Por ejemplo, cuando descubres que las dos mujeres de ‘El silencio' [The Silence] son en realidad dos aspectos contradictorios de una sola mujer, la película de otro modo enigmática se convierte en fascinante. Ahora, si te has puesto al día en la filosofía danesa antes de ver ‘El séptimo sello' o ‘El mago' [The Magician], eso ciertamente te va a ayudar, pero sus dotes de narrador eran tan impresionantes que podía mantener a la audiencia cautivada y embelesada con materiales difíciles. He oído decir a gente después de algunas de sus películas: "No acabo de entender lo que he visto, pero me tuvo todo el rato aferrado al borde de mi butaca".
A Bergman le gustaba dramatizar, y era un gran director de escena, pero su trabajo fílmico no estaba solamente imbuido de teatro; también hacía uso de la pintura, de la música, de la literatura y de la filosofía. Su trabajo exploraba los temores más profundos de la humanidad, produciendo a menudo profundos poemas del celuloide. La mortalidad, el amor, el arte, el silencio de Dios, las difíciles relaciones humanas, la agonía de la duda religiosa, el matrimonio fracasado, la incapacidad de la gente a la hora de comunicarse unos con otros.
Y sin embargo era un hombre cálido, divertido, festivo, inseguro de sus notables talentos, seducido por las mujeres. Conocerlo no era entrar repentinamente en el templo creativo de un formidable, intimidante, oscuro y pensativo genio que entonaba con acento sueco complejas ideas sobre el pavoroso destino del hombre en un universo yermo. Era más bien como esto: "Woody, tuve un sueño absurdo. Me veo en el estudio haciendo una película y no puedo recordar dónde puse la cámara; el punto es, yo sé que soy bastante bueno y lo he estado haciendo durante años. ¿Has tenido ese tipo de sueños nerviosos?", o: "¿Crees que sería interesante hacer una película en la que la cámara no se mueva nunca y los actores simplemente entren y salgan del marco? ¿Crees que la gente se reiría de mí?"
¿Qué le dice uno por teléfono a un genio? Yo pensé que no era una buena idea, pero creo que en sus manos se habría transformado en algo especial. Después de todo, el vocabulario que inventó para explorar las profundidades psicológicas de los actores también habría sonado disparatado entre los que aprenden cine a la manera clásica. En la escuela de cine (a mí me echaron bastante pronto de la Universidad de Nueva York cuando estudiaba cine allá en los años cincuenta), se enfatizaba el movimiento. Estas son fotos en movimiento, se enseñaba a los estudiantes, y la cámara debe moverse. Y los profesores tenían razón. Pero Bergman enfocaba con la cámara la cara de Liv Ullmann o la de Bibi Anderson y la dejaba ahí sin moverla y pasaba el tiempo y más tiempo y ocurría algo extraño y maravilloso que era propio de su genialidad. Uno se absorbía en el personaje, sin aburrirse, sino excitado.
Bergman, pese a todas sus rarezas y obsesiones religiosas y filosóficas, era un narrador nato que no podía hacer otra cosa que entretener, incluso cuando su mente estaba dramatizando las ideas de Nietzsche o Kierkegaard. Acostumbrábamos a tener largas conversaciones por teléfono. Me llamaba desde la isla en que vivía. Nunca acepté sus invitaciones a visitarlo porque viajar en avión me aburre, y no me gustaba la idea de volar en un pequeño aeroplano a un pedacito de tierra cerca de Rusia para lo que se me ocurría que sería un almuerzo de yogur. Siempre comentábamos películas, y por supuesto yo lo dejaba hablar, porque me sentía privilegiado oyendo sus pensamientos e ideas. Miraba películas todos los días y nunca se cansaba de mirarlas. De todo tipo, mudas y sonoras. Antes de dormir miraba cintas de películas que no le exigían pensar y así liberaba su ansiedad, a veces con una película de James Bond.
Como todos los grandes estilistas, como Fellini, Antonioni y Buñuel, por ejemplo, Bergman tenía críticos. Pero, dejando de lado lapsos ocasionales, las películas de estos artistas han resonado profundamente en millones de espectadores en todo el mundo. En realidad, la gente que más sabe de cine, los que lo hacen -directores, guionistas, actores, fotógrafos, montador- miran la obra de Bergman con recogimiento.
Debido a que yo lo elogié con tanto entusiasmo durante las últimas décadas, cuando murió me llamaron de muchos diarios y revistas pidiéndome comentarios y entrevistas. Como si yo tuviera algo de valor que agregar a la triste noticia, excepto simplemente volver a exaltar su grandeza. Me preguntaron cómo me había influido. No podría haber influido en mí, respondí, porque él era un genio y yo no, y la genialidad no se puede aprender ni transmitir.
Cuando Bergman emergió en los cine-arte de Nueva York como un gran director, yo era un joven escritor de comedias y cómico de club nocturno. ¿Puede ser uno influido por Groucho Marx e Ingmar Bergman? Pero logré absorber una cosa de él, una cosa que no dependía del genio ni siquiera del talento, sino de algo que en realidad se puede aprender y desarrollar. Estoy hablando de lo que a menudo se llama flojamente ética del trabajo, pero que es en realidad simple disciplina.
Aprendí de su ejemplo a tratar de entregar el mejor trabajo que soy capaz de hacer en cualquier momento, no ceder nunca ante el necio mundo de éxitos y fracasos ni sucumbir ante el ostentoso papel de director de cine, sino hacer una película y seguir con la siguiente. Bergman hizo alrededor de sesenta películas, yo he hecho treinta y ocho. Si no puedo estar a la altura de su calidad, al menos puedo tratar de acercarme a la cantidad.
15 de agosto de 2007
©new york times
[viene de mQh ]
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