El Elusivo Realismo de Rossellini
[Manohla Dargis] El olvidado director italiano está de vuelta en una fundamental retrospectiva en Nueva York.
"No se puede vivir sin Rossellini", dice un personaje en la película ‘Antes de la revolución' [Prima della Rivoluzione], 1964, de Bernardo Bertolucci. Sin embargo, casi tres décadas después de la muerte de Roberto Rossellini en 1977, la mayoría de los cinéfilos de Estados Unidos se las arreglan para vivir sin el director italiano, aunque quizás no vivan tan felices como podrían. Con la inmensa mayoría de sus películas inexistentes en los catálogos de los videos de alquiler, el padre del neo-realismo italiano y de Isabella Rossellini, ha sido reducido a poco más que una figura de culto, un santo desvaído en un fresco de un cine-arte.
La retrospectiva de la obra cinematográfica y televisiva de Rossellini, inaugurada hace unas semanas en el Museo de Arte Moderno, puede fracasar a la hora de resucitar la reputación del director, pero es, sin embargo, una maravillosa iniciativa, un evento fundamental. Organizado por el museo y la Cinemathèque Ontario, el programa se mantendrá hasta el 22 de diciembre y seguirá luego su ruta hacia Los Angeles y Londres. Incluye una exhibición paralela de los carteles de las películas de Rossellini (algunos prestados por el primer marido de la señora Rossellini, Martin Scorsese), e incluye títulos familiares, como el clásico neo-realista ‘Roma, ciudad abierta' (1945) y algunos trabajos poco conocidos que hizo para la televisión después de que, aparentemente, abandonara el género que ayudó a transformar.
El principio de realidad de Rossellini es efímero y profundo. Ayudó a reintroducir al mundo en el cine, mezclando gente y locaciones auténticas con actores profesionales y platós de estudio. Pero directores neo-realistas como Rossellini y Vittorio De Sica no se limitan, para parafrasear a André Bazin, simplemente a engalanar una historia formal con retoques de realidad, como si la realidad estuviera compuesta por lentejuelas. En lugar de eso, ofrecen fragmentos de realidad que conservan todo su misterio y ambigüedad y cuya significación reconstruimos, tal como lo hacen los personajes. Otros colocan la realidad, escribe Bazin, "en una jaula o la enseñan a hablar, pero De Sica habla con ella, y lo que oímos es el verdadero lenguaje de la realidad, la palabra que no puede ser ignorada, que sólo el amor puede expresar".
Rossellini dijo una vez que en la época en que hizo ‘Roma, ciudad abierta', había una "tremenda necesidad de verdad"; en esto, él y sus colegas neo-realistas "estaban defendiendo más una posición moral que un estilo". Pero Rossellini, que dirigió películas para el régimen fascista antes de convertirse en un director anti-fascista, no era una hombre que dejara a la oportunidad llamando a la puerta. Tag Gallagher cuenta en su biografía ‘The Adventures of Roberto Rossellini' sobre una guionista que, cruzando Roma a toda prisa cuando los norteamericanos empezaban a llegar en junio de 1944, se topa con el director. "Tenemos que hacer una película", dijo Rossellini. "Ahora mismo. Todo lo que tenemos que hacer es mirar en nuestro rededor y encontraremos todas las historias que necesitamos".
Siete meses después, financiado por una condesa, con un guión escrito en parte por Federico Fellini, empezó a rodar ‘Roma, ciudad abierta', sobre los hombres, mujeres y niños de Roma que resistieron la ocupación alemana. La producción terminó en mayo de 1945, el mismo mes en que las tropas alemanas en Italia se rindieron; a principios del año siguiente, los críticos cantaban alabanzas a la película en la que, como escribió uno de ellos, "la gente actúa como gente, no como actores". En el New York Times, Bosley Crowther se regocijaba: "Para nosotros, que estamos acostumbrados a los superficiales sentimientos fabricados en los estudios de Hollywood, la dura simplicidad y genuina pasión de esta película prestan a su previsible guión el devastador impacto de una escandalosa denuncia".
Es posible que ‘Roma, ciudad abierta' ya no escandalice, pero incluso sus repetidas proyecciones no logran atenuar su fuerza. Filmada en blanco y negro en un plató y en locaciones, la historia sigue flojamente a un jefe de la resistencia cuyas amistades incluyen a lo más salado de la tierra, entre ellas un cura de barrio y una mujer embarazada representada por la magnífica Anna Magnani. En esta ciudad herida, llena de edificios destruidos y rostros en estado de shock, todos o casi todos terminan muertos: el jefe de la resistencia es torturado hasta la muerte, la mujer embarazada es matada a balazos, y el sacerdote es ejecutado. En los créditos finales sólo quedan los niños y el enemigo.
Rossellini dijo sobre la película: "Traté de explorar, y de entender, porque tenía la sensación de que todos éramos responsables de lo que había pasado". Puede haberlo creído, pero ni ‘Roma, ciudad abierta' ni ‘Paisa' (1946), otra historia sobre la resistencia, prestan atención a la responsabilidad italiana. Aparecen algunos fascistas italianos en ‘Paisa', resolviendo sus problemas a balazos en una emocionante batalla en las calles de Florencia. Pero incluso los soldados nacionales de ‘Roma, ciudad abierta' no tienen el estómago para las barbaridades nazis, y en el clímax de la película una pelotón de fusilamiento italiano baja las armas, obligando al enfadado oficial alemán a disparar él la bala fatal. Los alemanes son malos en todas las películas, y, en general, los italianos son miembros de la resistencia, mártires y víctimas.
‘Roma, ciudad abierta' y ‘Paisa' convirtieron a Rossellini en un director conocido internacionalmente. Pero el entusiasmo que inspiraron estas películas desapareció pronto en algunos lugares, empezando con su brutal película de 1947, ‘Alemania ano cero' [Germania anno zero], en la que el tema del sacrificio se transmuta -dependiendo de cómo interpretemos el suicidio de un niño- en la adopción del nihilismo o en un guiño a la transcendencia. Rodada en las calles todavía destruidas de Berlín en 1947, y, como siempre (aunque desconcertantemente) doblada al italiano, la película sigue Edmundo, 12, el que, después de pasar gran parte de la película tratando de alimentar a su agobiada familia, comete un asesinato y luego se suicida. Los críticos que han saludado las películas nominalmente social-realistas de Rossellini sobre la resistencia, se preguntaban qué mensaje estaba entonces enviando.
En algunos respectos, Edmundo es a la vez símbolo de los niños alemanes cuyas vidas fueron destrozadas por la guerra y un fantasmagórico recordatorio de la generación alemana que fue abandonada, con catastróficas consecuencias, después de la Primera Guerra Mundial. Pero Edmundo es también un niño real, a veces un frágil niño alemán que no representa ni explica nada superfluo a lo que vemos en la pantalla, como la inocencia o la pureza. No es un símbolo ni una abstracción, sino un cuerpo que transita por un tiempo y espacio espantosamente reales que Rossellini se niega a moldear en una narrativa digerible. Que es por qué la posición moral del director no se muestra al final, sino que está inscrita en todas las imágenes de este niño terminalmente solo.
Los críticos franceses siguieron fieles a Rossellini en los años cincuenta, mientras que los moralistas marxistas italianos y norteamericanos empezaron a turnarse para arrojarle dardos. A los marxistas no les gustaba lo que estaban viendo; a los moralistas no les gustaba lo que estaban oyendo. Después de escribir a Rossellini una carta encantadoramente tímida diciéndole que tenía interés en trabajar con él, la esposa, madre y estrella de Hollywood, Ingrid Bergman, estaba pronto en el rol protagónico de su nueva película, ‘Stromboli' (1949). También se quedó pronto embarazada de él, un escándalo que estalló con la furia del volcán que erupciona al final de la película. El senador Edwin C. Johnson, demócrata de Colorado, condenó la "inmoralidad" de Bergman y maldijo a Rossellini como un "pirata del amor". El escándalo no fue un descaro posmoderno (¡Bergillini!"). Fue tan escarlata como en el siglo diecisiete.
Bergman y Rossellini, que se casaron poco después del nacimiento de su hijo, Roberto, rodaron cinco largometrajes, los que crearon una fascinante biografía fantasma, personal y artística. En ‘Stromboli', Bergman, sueca, es Karin, una refugiada de Lituania, que trata de emigrar a Argentina y en lugar de eso termina casada con un soldado italiano. Él la lleva a su primitiva isla donde, rodeada por mujeres silenciosas, hombres insistentes y el activo volcán del título de la película, pierde la razón. Tal como la sorprendente escena de los pescadores sacando enormes bonitos del agua, el escarpado y ominoso paisaje no es un telón de fondo de la enajenación de Karin, sino una manifestación de ella. Una demencia que finalmente la conduce al borde de la ardiente boca del volcán, donde grita: "Tengo miedo, tengo miedo... qué misterio, qué belleza, oh Dios mío".
Varios años y películas después, la lava que fluía en ‘Stromboli' llevó a Rossellini a ‘Te querré siempre' [Viaggio in Italia] (1953). Aquí Bergman y un George Sanders aparentemente incómodo, son un matrimonio, Katherine y Alex, que viajan al campo de Nápoles para vender una casa. Comen, duermen y, una noche, riñen. Consecuentemente, empiezan a hacer excursiones separadas, una división que continúa hasta que un conocido les convence de visitar Pompeya. Allá, entre las ruinas, miran a un trabajador revelar las huellas de un hombre y una mujer abrazados para la eternidad, una visión que provoca que Katherine huya, diciendo: "La vida es tan breve". Inmediatamente después, mientras miran una procesión religiosa, son separados por la multitud hasta que algo -gracia, amor o quizás el cálido océano de cuerpos- los vuelve a reunir.
Es un encuentro devastador, sublime y terrorífico. Aquí, contra toda razón aparente y la evidencia de sus acciones, dos personas declaran su amor mutuo a la sombra de la muerte de otra pareja. Bazin, que vale siempre la pena de citar, creía que el mundo de Rossellini era un mundo de "actos puros, en sí mismos poco importantes, pero que allanan el camino (como si Dios mismo no lo supiera) de las repentinas y deslumbrantes revelaciones de su significado". Algunos detractores de Bazin lo ponen a cuenta de su catolicismo, pero no tienes que creer en algún Dios para apreciar el sentido profano de la gracia en Rossellini, para ver cómo la cara de Bergman se ilumina como un sol en ‘Stromboli' y cómo se aferra al pobre de George Sanders en un abrazo que inmortaliza sus imágenes de un modo todavía más duradero que las de Pompeya.
Para Bazin y los jóvenes críticos y los aspirantes a directores del Cahiers du Cinbéma, como Jean-Luc Godard, las películas de Rossellini eran profundos pozos desde los cuales, cincuenta años después del nacimiento del cine, todavía podían sacar ideas sobre la relación del cine con la realidad y la subjetividad. Las películas de ficción tradicionales construyen sus mundos con trucos de ilusionista. Rossellini presentaba al mundo sin adornos, como el don que es. En uno de sus triunfos, la bella y emocionante ‘ Francesco giullare di Dio' [Francisco juglar de Dios' (1950), hay un momento en que San Francisco, representado por un monje de verdad, le pide a un pájaro que deje de cantar un rato porque él está tratando de rezar. Para ti es fácil hablar con Dios, le dice. Para nosotros, humanos, es más difícil.
La retrospectiva de la obra cinematográfica y televisiva de Rossellini, inaugurada hace unas semanas en el Museo de Arte Moderno, puede fracasar a la hora de resucitar la reputación del director, pero es, sin embargo, una maravillosa iniciativa, un evento fundamental. Organizado por el museo y la Cinemathèque Ontario, el programa se mantendrá hasta el 22 de diciembre y seguirá luego su ruta hacia Los Angeles y Londres. Incluye una exhibición paralela de los carteles de las películas de Rossellini (algunos prestados por el primer marido de la señora Rossellini, Martin Scorsese), e incluye títulos familiares, como el clásico neo-realista ‘Roma, ciudad abierta' (1945) y algunos trabajos poco conocidos que hizo para la televisión después de que, aparentemente, abandonara el género que ayudó a transformar.
El principio de realidad de Rossellini es efímero y profundo. Ayudó a reintroducir al mundo en el cine, mezclando gente y locaciones auténticas con actores profesionales y platós de estudio. Pero directores neo-realistas como Rossellini y Vittorio De Sica no se limitan, para parafrasear a André Bazin, simplemente a engalanar una historia formal con retoques de realidad, como si la realidad estuviera compuesta por lentejuelas. En lugar de eso, ofrecen fragmentos de realidad que conservan todo su misterio y ambigüedad y cuya significación reconstruimos, tal como lo hacen los personajes. Otros colocan la realidad, escribe Bazin, "en una jaula o la enseñan a hablar, pero De Sica habla con ella, y lo que oímos es el verdadero lenguaje de la realidad, la palabra que no puede ser ignorada, que sólo el amor puede expresar".
Rossellini dijo una vez que en la época en que hizo ‘Roma, ciudad abierta', había una "tremenda necesidad de verdad"; en esto, él y sus colegas neo-realistas "estaban defendiendo más una posición moral que un estilo". Pero Rossellini, que dirigió películas para el régimen fascista antes de convertirse en un director anti-fascista, no era una hombre que dejara a la oportunidad llamando a la puerta. Tag Gallagher cuenta en su biografía ‘The Adventures of Roberto Rossellini' sobre una guionista que, cruzando Roma a toda prisa cuando los norteamericanos empezaban a llegar en junio de 1944, se topa con el director. "Tenemos que hacer una película", dijo Rossellini. "Ahora mismo. Todo lo que tenemos que hacer es mirar en nuestro rededor y encontraremos todas las historias que necesitamos".
Siete meses después, financiado por una condesa, con un guión escrito en parte por Federico Fellini, empezó a rodar ‘Roma, ciudad abierta', sobre los hombres, mujeres y niños de Roma que resistieron la ocupación alemana. La producción terminó en mayo de 1945, el mismo mes en que las tropas alemanas en Italia se rindieron; a principios del año siguiente, los críticos cantaban alabanzas a la película en la que, como escribió uno de ellos, "la gente actúa como gente, no como actores". En el New York Times, Bosley Crowther se regocijaba: "Para nosotros, que estamos acostumbrados a los superficiales sentimientos fabricados en los estudios de Hollywood, la dura simplicidad y genuina pasión de esta película prestan a su previsible guión el devastador impacto de una escandalosa denuncia".
Es posible que ‘Roma, ciudad abierta' ya no escandalice, pero incluso sus repetidas proyecciones no logran atenuar su fuerza. Filmada en blanco y negro en un plató y en locaciones, la historia sigue flojamente a un jefe de la resistencia cuyas amistades incluyen a lo más salado de la tierra, entre ellas un cura de barrio y una mujer embarazada representada por la magnífica Anna Magnani. En esta ciudad herida, llena de edificios destruidos y rostros en estado de shock, todos o casi todos terminan muertos: el jefe de la resistencia es torturado hasta la muerte, la mujer embarazada es matada a balazos, y el sacerdote es ejecutado. En los créditos finales sólo quedan los niños y el enemigo.
Rossellini dijo sobre la película: "Traté de explorar, y de entender, porque tenía la sensación de que todos éramos responsables de lo que había pasado". Puede haberlo creído, pero ni ‘Roma, ciudad abierta' ni ‘Paisa' (1946), otra historia sobre la resistencia, prestan atención a la responsabilidad italiana. Aparecen algunos fascistas italianos en ‘Paisa', resolviendo sus problemas a balazos en una emocionante batalla en las calles de Florencia. Pero incluso los soldados nacionales de ‘Roma, ciudad abierta' no tienen el estómago para las barbaridades nazis, y en el clímax de la película una pelotón de fusilamiento italiano baja las armas, obligando al enfadado oficial alemán a disparar él la bala fatal. Los alemanes son malos en todas las películas, y, en general, los italianos son miembros de la resistencia, mártires y víctimas.
‘Roma, ciudad abierta' y ‘Paisa' convirtieron a Rossellini en un director conocido internacionalmente. Pero el entusiasmo que inspiraron estas películas desapareció pronto en algunos lugares, empezando con su brutal película de 1947, ‘Alemania ano cero' [Germania anno zero], en la que el tema del sacrificio se transmuta -dependiendo de cómo interpretemos el suicidio de un niño- en la adopción del nihilismo o en un guiño a la transcendencia. Rodada en las calles todavía destruidas de Berlín en 1947, y, como siempre (aunque desconcertantemente) doblada al italiano, la película sigue Edmundo, 12, el que, después de pasar gran parte de la película tratando de alimentar a su agobiada familia, comete un asesinato y luego se suicida. Los críticos que han saludado las películas nominalmente social-realistas de Rossellini sobre la resistencia, se preguntaban qué mensaje estaba entonces enviando.
En algunos respectos, Edmundo es a la vez símbolo de los niños alemanes cuyas vidas fueron destrozadas por la guerra y un fantasmagórico recordatorio de la generación alemana que fue abandonada, con catastróficas consecuencias, después de la Primera Guerra Mundial. Pero Edmundo es también un niño real, a veces un frágil niño alemán que no representa ni explica nada superfluo a lo que vemos en la pantalla, como la inocencia o la pureza. No es un símbolo ni una abstracción, sino un cuerpo que transita por un tiempo y espacio espantosamente reales que Rossellini se niega a moldear en una narrativa digerible. Que es por qué la posición moral del director no se muestra al final, sino que está inscrita en todas las imágenes de este niño terminalmente solo.
Los críticos franceses siguieron fieles a Rossellini en los años cincuenta, mientras que los moralistas marxistas italianos y norteamericanos empezaron a turnarse para arrojarle dardos. A los marxistas no les gustaba lo que estaban viendo; a los moralistas no les gustaba lo que estaban oyendo. Después de escribir a Rossellini una carta encantadoramente tímida diciéndole que tenía interés en trabajar con él, la esposa, madre y estrella de Hollywood, Ingrid Bergman, estaba pronto en el rol protagónico de su nueva película, ‘Stromboli' (1949). También se quedó pronto embarazada de él, un escándalo que estalló con la furia del volcán que erupciona al final de la película. El senador Edwin C. Johnson, demócrata de Colorado, condenó la "inmoralidad" de Bergman y maldijo a Rossellini como un "pirata del amor". El escándalo no fue un descaro posmoderno (¡Bergillini!"). Fue tan escarlata como en el siglo diecisiete.
Bergman y Rossellini, que se casaron poco después del nacimiento de su hijo, Roberto, rodaron cinco largometrajes, los que crearon una fascinante biografía fantasma, personal y artística. En ‘Stromboli', Bergman, sueca, es Karin, una refugiada de Lituania, que trata de emigrar a Argentina y en lugar de eso termina casada con un soldado italiano. Él la lleva a su primitiva isla donde, rodeada por mujeres silenciosas, hombres insistentes y el activo volcán del título de la película, pierde la razón. Tal como la sorprendente escena de los pescadores sacando enormes bonitos del agua, el escarpado y ominoso paisaje no es un telón de fondo de la enajenación de Karin, sino una manifestación de ella. Una demencia que finalmente la conduce al borde de la ardiente boca del volcán, donde grita: "Tengo miedo, tengo miedo... qué misterio, qué belleza, oh Dios mío".
Varios años y películas después, la lava que fluía en ‘Stromboli' llevó a Rossellini a ‘Te querré siempre' [Viaggio in Italia] (1953). Aquí Bergman y un George Sanders aparentemente incómodo, son un matrimonio, Katherine y Alex, que viajan al campo de Nápoles para vender una casa. Comen, duermen y, una noche, riñen. Consecuentemente, empiezan a hacer excursiones separadas, una división que continúa hasta que un conocido les convence de visitar Pompeya. Allá, entre las ruinas, miran a un trabajador revelar las huellas de un hombre y una mujer abrazados para la eternidad, una visión que provoca que Katherine huya, diciendo: "La vida es tan breve". Inmediatamente después, mientras miran una procesión religiosa, son separados por la multitud hasta que algo -gracia, amor o quizás el cálido océano de cuerpos- los vuelve a reunir.
Es un encuentro devastador, sublime y terrorífico. Aquí, contra toda razón aparente y la evidencia de sus acciones, dos personas declaran su amor mutuo a la sombra de la muerte de otra pareja. Bazin, que vale siempre la pena de citar, creía que el mundo de Rossellini era un mundo de "actos puros, en sí mismos poco importantes, pero que allanan el camino (como si Dios mismo no lo supiera) de las repentinas y deslumbrantes revelaciones de su significado". Algunos detractores de Bazin lo ponen a cuenta de su catolicismo, pero no tienes que creer en algún Dios para apreciar el sentido profano de la gracia en Rossellini, para ver cómo la cara de Bergman se ilumina como un sol en ‘Stromboli' y cómo se aferra al pobre de George Sanders en un abrazo que inmortaliza sus imágenes de un modo todavía más duradero que las de Pompeya.
Para Bazin y los jóvenes críticos y los aspirantes a directores del Cahiers du Cinbéma, como Jean-Luc Godard, las películas de Rossellini eran profundos pozos desde los cuales, cincuenta años después del nacimiento del cine, todavía podían sacar ideas sobre la relación del cine con la realidad y la subjetividad. Las películas de ficción tradicionales construyen sus mundos con trucos de ilusionista. Rossellini presentaba al mundo sin adornos, como el don que es. En uno de sus triunfos, la bella y emocionante ‘ Francesco giullare di Dio' [Francisco juglar de Dios' (1950), hay un momento en que San Francisco, representado por un monje de verdad, le pide a un pájaro que deje de cantar un rato porque él está tratando de rezar. Para ti es fácil hablar con Dios, le dice. Para nosotros, humanos, es más difícil.
10 de noviembre de 2006
©new york times
[viene de mQh ]
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